"Perón partió junto a Farrell desde la residencia y llegó a la Casa Rosada a eso de las diez y media de la noche. En el despacho presidencial se escuchaban nítidamente los cantitos de la multitud: “¡La Patria sin Perón es un barco sin timón!”
Esa madrugada se había recibido la orden que permitía al detenido coronel Perón embarcarse hacia Buenos Aires. A las 6.33 había arribado al muelle y, tras un breve rodeo, llegó al Hospital Militar en la avenida Luis María Campos. Así lo cuenta el entonces coronel:
“A las 3 y 30 horas del día 17 de octubre, por orden expresa del presidente de la Nación, en contra de la decisión del ministro de Marina, fui trasladado al Hospital Militar Central, desde donde asistí al magnífico movimiento popular que dio por tierra con los hombres que por un golpe de audacia quisieron copar un movimiento que se había enraizado en la historia argentina y que, por lo tanto, no podía ser explotado por audaces superficiales, incapaces de penetrarlo y menos aún de llevarlo adelante. El repudio popular los aplastó en germen y tuvieron la culminación que merecían”.
Instalado en el piso once del Hospital Militar, en el departamento del capellán estableció su cuartel general y se preparó para la gran batalla. Perón y sus allegados seguían los acontecimientos por radio y a través de permanentes llamadas telefónicas. Tenían muy claro que los que estaban desesperados y no sabían cómo manejar la situación eran los del otro bando. Sí eran un motivo serio de preocupación las informaciones que llegaban desde Campo de Mayo, que daban cuenta de que había 10.000 hombres armados hasta los dientes esperando directivas para lanzar la represión sobre la Plaza.
Entretanto, en la Casa Rosada se vivían momentos tragicómicos. El ministro de Guerra mandó liberar a Mercante y traerlo con urgencia desde Campo de Mayo. El coronel liberado se reunió con Ávalos y Farrell y se dio cuenta de que la partida estaba ganada, pero que había que manejarse con cautela. Si bien la expresión de Farrell era de agobio, cansancio y ganas de que todo terminara cuanto antes, Mercante no alcanzaba a leer claramente si el gesto de preocupación de Ávalos terminaría en rendición incondicional o en orden de represión. Mercante pensó que lo mejor sería hablar con Perón y marchó hacia el Hospital Militar. Tras reunirse con su jefe, regresó a la Casa Rosada. Pudo percibir que el clima en la Plaza era peligroso. Al ingresar al despacho de Farrell le informaron que algunos manifestantes habían rotos vidrios e intentado forzar una puerta.
Serían las seis de la tarde cuando Ávalos no tuvo mejor idea que pedirle a Mercante que saliera al balcón y calmara a la multitud. Mercante hizo trampa y dijo “El general Ávalos...”; cuando iba a decir “me ha pedido...”, fue interrumpido con una ensordecedora silbatina y un grito unívoco: “¡Perón sí, otro no!”. Pícaramente y para ratificarle al “otro”, al general que estaba perdido, insistió: “El general Ávalos...”; los silbidos y abucheos fueron todavía peores.
Fue entonces cuando Mercante y la realidad convencieron a Ávalos de que se trasladara al Hospital Militar a hablar con Perón. El coronel lo recibió fríamente, haciéndole sentir su bronca. Ávalos le pidió que calmara a los trabajadores; lo urgió a ir a la Casa Rosada y dirigirse a la multitud. Perón se negó: dijo que necesitaba garantías y que antes que nada debía hablar con el presidente.
Poco después de las nueve de la noche, el coronel se trasladó en un auto conducido por el doctor Mazza hasta la residencia presidencial de Agüero y la avenida Alvear (actual Avenida del Libertador) para entrevistarse con Farrell. A las diez menos cuarto comenzó la reunión. El presidente le ofreció que volviese a ocupar todos sus cargos o, si lo prefería, que ocupase la presidencia. Perón rechazó ambas ofertas y planteó sus condiciones: 1) poder hablar desde el balcón de la Casa Rosada y que el discurso fuese transmitido por la cadena nacional; 2) las renuncias de Ávalos y Vernengo Lima; 3) que se cubrieran los cargos del gabinete con aliados a su persona, y 4) apoyo para su candidatura a la presidencia.
Farrell aceptó todas las condiciones y le transmitió todo su afecto y apoyo. Le dejó muy en claro que había actuado bajo presión y que quería tener el honor de presentarlo ante a la multitud reunida en la Plaza.
Ávalos, al enterarse de lo decidido en la residencia, se comunicó con los hombres de Campo de Mayo. Cuando sonó el teléfono, algunos sonrieron; debía ser la orden que habían esperado todo el día. En minutos estarían marchando como en 1930, a contramano de la historia. Pero lo que Ávalos les dijo los dejó helados: que no había nada que hacer, que vinieran a la Plaza pero no en son de golpe de Estado sino a participar del acto, a escuchar al vencedor, el coronel Juan Domingo Perón.
En medio de la alegría y el desborde popular, había varios que la pasaban mal. Entre ellos, el inefable Vernengo Lima. Según Perón, el almirante fue obligado por el pueblo a “vestirse precipitadamente en el comedor de la Presidencia y a abandonar la Casa de Gobierno vestido de burgués y buscar refugio en un buque, mientras era perseguido por la multitud al grito de -la cabeza de Vernengo Lima-, después de intentar infructuosamente que se hiciera fuego sobre la muchedumbre de obreros. Evidentemente él no era el coronel Perón, y quizá los dos estemos contentos con la suerte”.
Como si estuviera en otro planeta y suponiendo vanamente que Ávalos y todo Campo de Mayo lo acompañarían, se sublevó contra la realidad e intentó un último golpe contra Perón. Lo hizo desde el famoso rastreador Drummond, el mismo que había trasladado a Yrigoyen a La Plata el 6 de septiembre de 1930 para presentar su renuncia y al presidente Castillo el 4 de junio de 1943, con el mismo destino, en los dos sentidos.
Sintiéndose un héroe, quizás pensando en su amiga de la Plaza San Martín, el almirante emitió un radiograma “a todas las unidades” para que se plegaran al golpe. Como suele ocurrir, siempre hay alguien dispuesto a plegarse y ese alguien fue el contralmirante Ernesto Basílico, comandante de la Escuadra de Río.
El coronel Juan N. Giordano cuenta:
“Se hizo saber a los jefes contrarios que si la marina de río, que estaba anclada frente a Buenos Aires, disparaba sobre la capital, se tomarían medidas extremas con sus familiares y con ellos mismos; lo mismo sucedería –se les advirtió– si algo le pasaba al coronel Perón. Algunos oficiales y suboficiales se entrevistaron con los jefes obreros, haciéndoles saber que las armas estaban de su parte”.
El patético dueto Basílico-Vernengo terminó por rendirse ante la realidad. Esperarían pacientemente diez años para tomarse revancha y transformar su sublevación de juguete en la autodenominada “Revolución Libertadora”.
Perón partió junto a Farrell desde la residencia y llegó a la Casa Rosada a eso de las diez y media de la noche. En el despacho presidencial se escuchaban nítidamente los cantitos de la multitud:
“¡La Patria sin Perón es un barco sin timón!”
“Perón no es un comunista, Perón no es un dictador, Perón es hijo del pueblo, del pueblo trabajador” [Con la música de “La mar estaba serena”].
“Salite de la esquina, oligarca loco, tu madre no te quiere, Perón tampoco”.
“Con Perón y con Mercante, la Argentina va adelante”.
“Aunque caiga un chaparrón, todos, todos con Perón”.
“¡Aquí están, estos son, los muchachos de Perón!”
“¡Vea, vea, vea, qué cosa más bonita, vinimos a la plaza a lavarnos las patitas!”
“Yo te daré, te daré, patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con P... Perón”.
“Que nadie lo discuta, Braden hijo de puta”.
Los “descamisados”, que todavía no tenían ese apodo, habían hecho antorchas con papel de diario y la Plaza tomaba un color y un calor inusitados. La Nación comentaba, enojada, que habían “acampado durante un día en la plaza principal, en la cual, a la noche, improvisaban antorchas sin ningún objeto, por el mero placer que les causaba este procedimiento”. Los lectores convendrán que no hay nada más placentero que improvisar antorchas. Pero como siempre, la historia oficial estaba mirando para otro lado y no registró éstas crónicas. La luz dejaba ver rostros cansados, marcados por el sufrimiento y el trabajo, con una alegría inédita, con una esperanza incontenida. Todo ese pueblo, ajeno a los tejes y manejes y a las especulaciones que se habían urdido de uno y otro lado, estaba allí para dar testimonio de su definitiva existencia y de que ya nadie podría decidir nada sin tenerlo en cuenta. Había aparecido exasperando a todos los que lo querían desaparecer.
Unos minutos después de las once de aquella noche destinada a entrar en la historia, el nuevo líder de los trabajadores apareció acompañado por el presidente en los balcones que desde entonces serían suyos para siempre. La multitud estalló en un solo grito: “Perón”. Como lo había prometido, el presidente se dirigió a la multitud diciendo:
“Trabajadores, les hablo otra vez con la profunda emoción que puede sentir el presidente de la Nación ante una multitud de trabajo como es esta que se ha congregado hoy en la plaza. De acuerdo con el pedido que han formulado, quiero comunicarles que el Gabinete actual ha renunciado. El señor teniente coronel Mercante será designado secretario de Trabajo y Previsión (aplausos). Atención, señores: de acuerdo con la voluntad de ustedes, el gobierno no será entregado a la Corte Suprema de Justicia Nacional (aplausos). Se han estudiado y se considerarán en la forma más ventajosa posible para los trabajadores las últimas peticiones presentadas. El gobierno necesita tranquilidad...”.
“En su discurso, Farrell se refirió al ya indiscutible líder de los trabajadores en el estilo inconfundible de los presentadores de los cantantes de las orquestas típicas en los clubes que tanto frecuentaba, diciendo: “Otra vez junto a ustedes, el hombre que ha sabido ganar el corazón de todos, el coronel Perón”.
El coronel se tomó un rato para mirar el panorama, para absorber toda esa energía y les pidió a los miles y miles que cantaran el Himno. Era una manera de ganar unos minutos para ordenar sus ideas. En medio de los aplausos finales del Himno, comenzó a escucharse su voz:
“Hace casi dos años, desde estos mismos balcones, dije que tenía tres honras en mi vida: la de ser soldado, la de ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino. Hoy, a la tarde, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor a que puede aspirar un soldado: llevar las palmas y laureles de general de la Nación. Ello lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón, y ponerme con este nombre al servicio integral del auténtico pueblo argentino.
“Dejo el honroso y sagrado uniforme que me entregó la Patria, para vestir la casaca de civil y mezclarme en esa masa sufriente y sudorosa que elabora el trabajo y la grandeza de la Patria, e invito a todos los argentinos a sumarse para lograr la ansiada unidad. Esta verdadera fiesta de la democracia, representada por un pueblo que marcha ahora también para pedir a sus funcionarios que cumplan con su deber para llegar al derecho del verdadero pueblo. Muchas veces he asistido a reuniones de trabajadores. Siempre he sentido una enorme satisfacción; pero desde hoy sentiré un verdadero orgullo de argentino porque interpreto este movimiento colectivo como el renacimiento de una conciencia de los trabajadores, que es lo único que puede hacer grande e inmortal a la patria”.
Pero antes de terminar se quiso dar un gusto personal y se lo pidió a su gente:
“Pido a todos que nos quedemos por lo menos quince minutos más reunidos, porque quiero estar desde este sitio contemplando este espectáculo que me saca de la tristeza que he vivido en estos días”.
Fue un discurso pacífico y tranquilizador que bregaba por la conciliación social. Terminada la histórica jornada, la multitud se retiró feliz tras haber logrado su objetivo, dispuesta de todos modos a cumplir la huelga convocada para el día 18 que ya estaba por empezar. El paro ahora tenía aire de celebración del triunfo.
Perón fue a encontrase con Eva y no era un secreto para nadie, ni siquiera para Vernengo Lima, que comenzaba una nuevo ciclo histórico en la Argentina.
La pareja vivió su momento de gloria y casi como un festejo, como una ratificación de una confianza que había pasado una prueba de fuego, decidieron casarse. El 22 se concretó la ceremonia civil en Junín y el 10 de diciembre lo hicieron por iglesia en La Plata. Evita recordaría: “Nos casamos porque nos quisimos y nos quisimos porque queríamos la misma cosa. De distinta manera los dos habíamos deseado hacer lo mismo: él sabiendo bien lo que quería hacer, yo, por sólo presentirlo; él, con la inteligencia; yo, con el corazón; él, preparado para la lucha; yo, dispuesta a todo sin saber nada; él culto y yo sencilla; él, enorme, y yo, pequeña; él, maestro, y yo, alumna. Él, la figura y yo la sombra. ¡El, seguro de sí mismo, y yo, únicamente segura de él!”.
La luna de miel la pasaron en la quinta del amigo de la pareja Ramón Subiza en San Nicolás y así la recordaba Evita en un diálogo con Vera Pichel: “Fue una etapa lindísima aunque para nosotros no fue novedad estar juntos, ya que lo estuvimos desde el primer momento. Nos levantábamos temprano, tomábamos el desayuno y salíamos a caminar por la quinta. Nunca me maquillé en esos días, andaba a pura cara lavada, el pelo suelto, una camisa de él y un par de pantalones. Era mi atuendo preferido y a él le gustaba que estuviéramos así. Algunas veces, de pura mandaparte, me metía en la cocina y preparaba una ensalada para acompañar a un buen bife que preferíamos los dos. Lo que sí hacía era cebar mate por las tardes. Interminables ruedas que matizaban nuestras charlas. Mejor dicho, las de él. Porque él pensaba en voz alta, hablaba y yo escuchaba, aprendía… Por la noche, algo de música y a la cama temprano. Fueron realmente días preciosos”.
Seguramente Perón y Evita intuían que aquellos días plácidos difícilmente volverían a repetirse.